Mirium era de la ciudad. Tenía ojos oscuros y todos miraban hacia abajo para verlos, pero a ella no le gustaba esa atención. Veía su cuerpo bastante imperfecto y no ideal, y por su actitud todos los chicos le mostraban desinterés y lo afirmaba su sentido de ser convencional, común.
En las calles principales de la ciudad había centros comerciales llenos de ropa y un tren para los niños que va encima de los cabezas de los compradores. No solo en el centro comercial, sino en los anuncios de las calles, las fotos de los modelos baratos en las peluquerías, luces que iluminaban cualquier panza plana y perfecta.
Y ella, cuando estaba niña, solía ver estos anuncios, interesante por sus colores, luces, expresiones, palabras. Y miró a todos los chicos que admiraban los anuncios y a las chicas que se comparaban con las fotos; después miró abajo a su propio cuerpo y piel, miró alrededor a toda la gente en la calle que caminaba debajo de estos anuncios luminosos, tampoco como los ideales.
Mirium creció, ya tenía diez años, y soñó ser blanca. Se daba cuenta que iba a ser bastante pequeña y soñó tener piernas blancas, ojos que reflejarían las miradas de los inquisidores. Lloró con su mamá quien no le entendía, lloró con sus hermanos que se burlaban, se daba cuenta que no iba a ser idealizada nunca en la vida.
Cuando llegó a la adolescencia, tenía un amigo, fue extranjero y estaba obsesionado con las peruanas. Fueron al centro comercial y él se burló de los maniquís altos, flacos, sin caderas y que no podrían bailar a lado de las peruanas. Él miraba las caderas reales que se movían tan perfectamente. Mirium le amaba en secreto. Imaginaba sus palabras suaves, sus ojos con amor, lleno de deseo por ella y nadie menos ella, pero él no lo sabía. Mirium veía sus pies feos y oscuros.
Mirium no lo vio por bastantes años. Creció, fue a la universidad, y entonces tuvo que trabajar en los mismos centros comerciales de su juventud. Su familia le quería y ella tenía enamorados, pero nunca duraron mucho, algunas noches locas, nada más. Pero un día Johnny entró a su tienda.
—Todavía no está abierto —dijo su compañero a Johnny.
—Es un amigo, María. —dijo Mirium a su compañero de trabajo. Miró a Johnny—. Hola John.
John miró directamente a Mirium:
—No, no te molestes. Sólo quería invitarte a comer. —Mirium sonrió y asintió.
En el almuerzo hablaban de muchas cosas: de días antiguos, del colegio, de los días buscando zapatos al último momento por algún evento. Mirium reía mucho.
—¿Por qué estabas en Brasil? —preguntó Mirium.
—Por mi trabajo, preparo las tiendas grandes de ropa para las nuevas exhibiciones. Siempre viajo, en verdad estoy bastante harto. Ya estoy aquí.
—Ah, ya. Y… ¿tu mamá?
—Murió el año pasado.
Mirium no había escuchado la última parte, el sonido de su voz y el movimiento de su boca le obsesionaban. Pero los ojos buenos de Johnny la tranquilizaron, pudo ver su reflejo en esos ojos, ella sonrió. ¿Cuál era la palabra? Ah, sí, charm.
—Tienes charm Johnny. —El sonido de su propio voz le parecía bonito, John sonrió también. Mirium sintió que su vida iba a cambiar.
Mirium volvió a trabajar y el tiempo voló. Ya no le importaba que la ropa estuviera bonita, si era oscura o liviana, si tenía las caderas anchas o delgadas. Su propio cuerpo era ya bonito. Es raro como la confianza da fuerza. Y esta ilusión regala belleza, completamente subjetivo: sintió que los chicos compradores la miraban. Tal vez Johnny tenía razón, que cada raza, forma y color tenía su propia luz.
No lo vio por bastantes días. Se suponía que estaba bastante ocupado con el trabajo porque no respondió al teléfono. Una noche, Mirium se despertó en la tienda y tuvo que ir al baño, hasta el fondo del centro comercial. Mientras caminaba por los pasillos vacíos y oscuros, percibió un sonido. Alguien hablaba en voz baja y reía. Mirium paró y escuchó:
—Eres hermosa Carla. Te quiero mucho…
El corazón de Mirium se rompió en pedazos. No había duda de quién era esa voz baja y extranjera, pero igual tuvo que mirar. Lentamente, volteó la cabeza y miró alrededor de la esquina. Era Johnny con una maniquí alta, blanca y perfecta: un emblema inmaculado de los anuncios en las calles. Su ropa de moda se caía de su hombro y su reflejo delgado y desnudo se mostraban en los ojos azules y hambrientos de Johnny, quien tenía una mano metida en sus pantalones. Mirium vio su propio reflejo, pequeña, oscura y fea, en los ojos de Johnny. Johnny se levantó muy rápido de su asiento y el maniquí se cayó en el suelo. El sonido del choque fue ligero y hueco.
—Mirium, es que…
—No Johnny, no quiero escuchar nada. —Su corazón no tenía emoción, ni miedo, ni nada.
—Es que, somos amigos, ¿sabes? —Johnny sudaba claramente—. Yo tenía que organizar para la exhibición de mañana, no sabía cuales maniquís debo usar.
—Sí, Johnny, claro. ¿Por eso no me respondiste toda la semana?
—¡Mirium! Fue una noche, nada más. Eres mi mejor amiga. —Mirium vio al maniquí en el suelo. Johnny le había puesto maquillaje. Toda su cara estaba pintarrajeada, ya no era tan blanca. También había maquillaje en todo el cuerpo de Johnny: su cara, sus brazos, su cuello, por el cierre de sus jeans.
—Eres un enfermo Johnny, no puedo estar contigo.
—Mirium, escúchame…
—No Johnny, vete a la mierda.
Y Mirium corrió sin mirar atrás. Imaginaba que corría al avión en el aeropuerto. Que sin ningún previsto viajaría para algún lado del mundo. Que sea cualquier lado sin consumadores, todo lo malo de la sociedad, de enfermos y de amor superficial. También de maquillaje, tacos, gimnasios y de ideales que no existen. De un estado de descontento perpetuo, de deseo inalcanzable.
Mirium regresó a su puesto en la tienda de ropa especial, esperaba el momento cuando toda la gente entrara al centro comercial. Y de vez en cuando una chica fea llegará a su puesto para preguntar sobre una ropa chica que no puede encontrar en otra tienda. Y esa chica mirará a Mirium, una maniquí, y se sentirá insegura, fea, cohibida. Mirium, olvidada en su esquina y sin la fuerza aun para suicidarse.